viernes, 12 de abril de 2013

EL JUICIO DE DIOS COMO ACTO DE GRACIA

"Pero, además, es también un acto de gracia el juicio con el que Dios impone su justicia. La teología y la Iglesia se han acostumbrado equivocadamente a contemplar el juicio y la gracia divinas como alternativas. Sin embargo, hemos de aprender que Dios se muestra también como el Dios clemente en el acto de juzgar, y precisamente en este acto. Sería un Dios no clemente, si dejara que la injusticia siguiera su curso. Dios no sería precisamente clemente, si no fuese el Juez. Porque, en tal caso, sería la historia del mundo la que tuviera la última palabra. Entonces los asesinos triunfarían al fin sobre sus víctimas. Por consiguiente, si hay una justicia de Dios, entonces esa justicia no puede pasar de largo por el juicio de Dios, sino que tiene que pasar a través de la gracia (de la clemencia) de la acción divina de juzgar.
Este aspecto es también de considerable importancia, porque conduce al centro del Evangelio de la justificación del pecador. En efecto, el Evangelio es -en su centro- la palabra de la cruz (1 Cor 1, 18). Y la cruz es un patíbulo. La cruz habla de muerte y de perecer. Si el Evangelio de la gracia de Dios se identifica con la palabra de la cruz, esto quiere decir que la justicia de Dios no transige llegando a compromisos con la injusticia de este mundo, sino que ha condenado esa injusticia en la persona de Jesucristo, destinándola a perecer. Precisamente por eso, la muerte de Jesucristo es la muerte del pecador. En Jesucristo, que -él mismo- no conoció pecado (2 Cor 5, 21), nosotros hemos sido crucificados juntamente con él (Gál 2, 19; Rom 6, 6) y hemos muerto juntamente con él (Rom 6, 8) -esta es una faceta de la afirmación neotestamentaria de que Cristo murió por nosotros (es decir, murió en lugar  nuestro) la muerte del pecador-. La justicia de Dios no pasa sencillamente por alto el pecado del mundo, sino que se impone sobre la injusticia, cuando en la muerte de Jesucristo la condena a perecer y la hace perecer. El crucificado sale garante de que la injusticia será eliminada del mundo. En la cruz se pronuncia el juicio sobre esta injusticia. Y esto ya es gracia.
Sin embargo -y ésta es la otra faceta de aquella afirmación del Nuevo Testamento- ese final negativo de la injusticia y de la culpa humana está orientado positivamente hacia un nuevo comienzo. En efecto, la justicia de Dios es la suma de una riqueza de relaciones, bien ordenada, que Dios no se reserva a sí mismo -como quien dice, en un arranque de egoísmo divino-, sino que comparte con su pueblo, al elegirlo como socio del pacto con Él. El concepto extrabíblico de la justicia tiene primariamente la tarea de garantizar la igualdad entre iguales. Por el contrario, la justicia de Dios se comparte a sí misma con quien es totalmente desigual. La justicia de Dios no es un atributo divino reservado para Dios, sino que es un atributo que Él comparte con otros: Dios es justo al hacer justos a otros.
La imagen contraria y negativa es lo que la Sagrada Escritura denomina pecado: a saber, el impulso a imponer los propios derechos a costa de otros y a ser, por tanto, el prójimo de uno mismo."

Eberhard Jüngel, El Evangelio de la Justificación del Impío (Salamanca: Sígueme, 2004), pp. 110-111

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