lunes, 23 de julio de 2012
jueves, 19 de julio de 2012
CARTILLAS, BOLSAS, CARIDAD, JUSTICIA
Recuerdo algunas historias
de mis mayores, especialmente de aquellos que vivieron la Guerra Civil española
(1936-1939) y la posguerra. No son muchas sobre el conflicto bélico en sí, sino
sobre el hambre y la necesidad que experimentaron en los años posteriores al fratricidio.
Me hablan de las cartillas de racionamiento que se implantaron para durar hasta
el año 1953. Había dos
tipos de cartillas, una para la carne y otra
para lo demás. Cada persona tenía derecho a la semana a 125 gramos de carne,
1/4 litro de aceite, 250 gramos de pan negro, 100 gramos de arroz, 100 gramos
de lentejas rancias con bichos la mayoría de las veces, un trozo de jabón y
otros artículos de primera necesidad entre los que se incluía el tabaco. A los
niños se les daba además harina y leche y a los que habían pertenecido al
ejército franquista se les añadía 250 gramos de pan. A los que somos más
jóvenes y no hemos vivido esto, nos suelen espetar expresiones tales como, ‘vosotros
no sabéis lo que es eso’; ‘vosotros no sabéis lo que tenéis’. Y tienen razón, o
la tenían hasta hace muy poco. Porque, aunque estamos en un tiempo que nada
tiene que ver con aquel, lo cierto es que cada vez son más las personas que
viven de la caridad de los centros de distribución de alimentos que existen en España.
En nuestra iglesia en el barrio del Pilar de Madrid, llevamos años dando
alimentos a familias muy necesitadas. El año pasado fueron alrededor de 60.000
kilos de alimentos distribuidos a familias que, en algunos casos, confiesan que
comen gracias a esas bolsas de alimentos que les damos. Y Todos ellos deben
venir con su carné de receptor de ayuda, con su cartilla de racionamiento, si quieren optar a recibir esos ansiados
alimentos. Muchos otros esperan, tristemente, en una lista de espera, para poder
optar algún día a ese carné que les permita recibir alimentos también a ellos. Por
más que nos duela reconocerlo, son más los solicitantes de ayuda que los
recursos disponibles.
Hace unos días, Amelia
Gentleman escribía un artículo en The
Guardian sobre los centros de distribución de alimentos que están
proliferando en el Reino Unido (http://t.co/bOg56Fh5).
Su planteamiento es si estos centros son realmente la solución para el número
creciente de personas desatendidas por el Estado. Alguno podría argumentar que,
en definitiva, lo que importa es el resultado final, es decir, que hay ayuda en
medio de la necesidad. La diferencia puede parecer sutil, pero importante,
especialmente en la percepción y ánimo de los ayudados. Más y más ciudadanos
reciben caridad en vez de apoyo del Estado, situación que no tiene visos de
mejorar, en un tiempo de drásticos recortes en la atención pública a los más
desfavorecidos de nuestra sociedad. Los receptores de esas bolsas con alimentos
viven en muchos casos la experiencia con angustia, como algo penoso, humillante,
que afecta su autoestima. Desearían poder trabajar, o, en su defecto, poder
recibir la atención pública que ahora se reduce o desaparece. Sentirse
ciudadanos y no desamparados.
Hay poco que reprochar a los
bancos de alimento y centros de distribución que han surgido en los últimos
años. La sociedad reacciona solidariamente hacia sus vecinos necesitados. Sin
embargo, ¿cuánto tiempo podremos mantener este enmascaramiento? ¿Cuánto tiempo
aguantaremos sin afrontar el verdadero problema que experimente nuestra
sociedad? ¿Cuánto dinero más será destinado a paliar la crisis de las entidades
financieras, muchas de ellas arruinadas por su propia mala gestión y dedicación
a la peor de las usuras? Nos quieren convencer, los mismos que han avalado y
permitido la grave situación económica en la que nos encontramos (los políticos
de todo signo y color), de que la solución está en dar más dinero al que lo
perdió (entiéndase, los bancos, no los ciudadanos de a pie, claro). No se
depuran responsabilidades, ni se reflexiona sobre el modelo. La cuestión es
mantenerse los que están, a costa del sufrimiento de los ciudadanos, que
pagaremos esa recuperación de la banca, con más impuestos, despidos, y recortes
sociales inmisericordes. En esto desemboca, finalmente, el estado de bienestar.
Si, en medio de todo esto, la
iglesia cristiana se muestra cada vez más activa en la atención social de los
necesitados materiales, no debemos confundirnos y sentirnos satisfechos, sin
más, por nuestra loable (que lo es) caridad cristiana. Se trata sencillamente
de un mundo que cada vez está peor, y eso la gente lo sabe bien. Por ello, a
mayor caridad cristiana, menos esperanza de una solución real y duradera de los
problemas y necesidades en nuestra sociedad. Por tanto, démosle nosotros de
comer, pero luchemos también por la transformación social, por la justicia y la
esperanza. Esto es necesario hacer, sin dejar de hacer lo otro.
domingo, 1 de julio de 2012
VIDAS COHERENTES
Vivimos con asombro
las noticias que a diario nos llegan acerca de personas que no cumplen con la
función que se les encomienda o, aún peor, se sirve de su posición para toda
serie de abusos y tropelías. Los políticos son el paradigma perfecto de este
tipo de personas, pues representan en la percepción popular el abuso de poder,
la corrupción, la deshonestidad, el servirse a sí mismo a costa de los demás.
Hace unos días, en la graduación de nuestra Facultad de Teología, me
correspondía introducir el homenaje que ofrecíamos al, hasta ahora, subdirector
general de Relaciones con la Confesiones, y casi tenía que dar explicaciones
por ofrecer un reconocimiento a un político honrado e íntegro. Hoy los
políticos gobiernan sin tener en cuenta los intereses del pueblo que les
eligió, y por ello reciben en las encuestas de valoración social los peores
resultados.
Desgraciadamente,
en el ámbito religioso no andamos mucho mejor. Son demasiadas las noticias de
obispos veraneando con amigas de infancia o de sistemáticos y continuados
abusos a menores en instituciones religiosas en todo el mundo. La riqueza y
privilegios de la iglesia romana en España son escandalosos, y por todo ello no
nos debe sorprender la desazón y escepticismo que provoca en muchos el hecho
religioso.
Pensar en estas
situaciones me llevan a diferentes reflexiones. Una de ellas es la de no
analizar esas situaciones con desapego. No hablamos de políticos o religiosos
corruptos, como si se tratara de un lastre inevitable de nuestra sociedad. Se
trata de víctimas inocentes, de personas indefensas que sufren sus abusos. Y
ante eso no podemos ser neutrales o equidistantes. Santiago nos recuerda cómo
el Señor eligió a los pobres de este mundo, frente a los ricos que los
explotaban (Sant 2.5-6). ¿Por qué? Porque no hay neutralidad ante la
injusticia, y porque quienes sufren esos abusos son personas que no merecen un
trato así ¿Cómo te sentirías se la víctima fueras tú? Necesitamos poner rostro
al sufrimiento, para hacerlo real, para hacerlo nuestro.
Otra cuestión que
me planteo es, ¿y yo qué? ¿Y mi iglesia qué? Me parece fundamental la
autocrítica, pensar si yo sería diferente, mejor, en la posición de ese
político o líder religioso, o si en mi propia realidad, repito acciones
similares de abuso de posición, maltrato y menosprecio a los que están a mi
alrededor. El Señor Jesús nos enseñó a mirar primera la viga en nuestro ojo y
después la paja en el ojo del otro (Mat 7.3). Con esto no estoy en manera
alguna justificando o dando comprensión a ninguna de las situaciones reflejadas
en las líneas superiores. A veces nos equivocamos al aplicar a tales abusadores
aquello de que quien esté libre de pecado tire la primera piedra. No hay justificación
para la maldad.
El Señor Jesús nos
enseñó a ser mejores que ellos, porque si no nuestras vidas serán tan
reprobables como las suyas (Mat 5.20). No nos salva una religiosidad dominical,
pues Jesús nos recuerda que no debemos ser como aquellos de los que se puede
imitar lo que dicen, pero no lo que hacen. El llamamiento de Dios a mi vida, a
la tuya, a la de la iglesia, es a vivir con coherencia la fe. A encarnar los
valores de amor, justicia, paz, caridad, honradez, vida sencilla, integridad a
la que nos llama el Evangelio, en nuestro hablar y en nuestro proceder. Vivir
pudiendo mirar a Dios y al prójimo a los ojos, sin tener que esconder
avergonzados la mirada. Es un reto tremendo, que solo podemos hacer con la
ayuda de Dios, y con la convicción firme de que solo así hay esperanza para la
sociedad. La iglesia, los que la formamos, debemos ser un modelo al que otros
puedan mirar. Seamos, pues, coherentes con nuestra fe y ofrezcamos la
alternativa de vida que Jesucristo representa para todos.
(Boletín de la Iglesia Bautista del Bario del Pilar, domingo 1 de julio, 2012)
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