jueves, 19 de julio de 2012

CARTILLAS, BOLSAS, CARIDAD, JUSTICIA


Recuerdo algunas historias de mis mayores, especialmente de aquellos que vivieron la Guerra Civil española (1936-1939) y la posguerra. No son muchas sobre el conflicto bélico en sí, sino sobre el hambre y la necesidad que experimentaron en los años posteriores al fratricidio. Me hablan de las cartillas de racionamiento que se implantaron para durar hasta el año 1953. Había dos tipos de cartillas, una para la carne y otra para lo demás. Cada persona tenía derecho a la semana a 125 gramos de carne, 1/4 litro de aceite, 250 gramos de pan negro, 100 gramos de arroz, 100 gramos de lentejas rancias con bichos la mayoría de las veces, un trozo de jabón y otros artículos de primera necesidad entre los que se incluía el tabaco. A los niños se les daba además harina y leche y a los que habían pertenecido al ejército franquista se les añadía 250 gramos de pan. A los que somos más jóvenes y no hemos vivido esto, nos suelen espetar expresiones tales como, ‘vosotros no sabéis lo que es eso’; ‘vosotros no sabéis lo que tenéis’. Y tienen razón, o la tenían hasta hace muy poco. Porque, aunque estamos en un tiempo que nada tiene que ver con aquel, lo cierto es que cada vez son más las personas que viven de la caridad de los centros de distribución de alimentos que existen en España. En nuestra iglesia en el barrio del Pilar de Madrid, llevamos años dando alimentos a familias muy necesitadas. El año pasado fueron alrededor de 60.000 kilos de alimentos distribuidos a familias que, en algunos casos, confiesan que comen gracias a esas bolsas de alimentos que les damos. Y Todos ellos deben venir con su carné de receptor de ayuda, con su cartilla de racionamiento, si quieren optar a recibir esos ansiados alimentos. Muchos otros esperan, tristemente, en una lista de espera, para poder optar algún día a ese carné que les permita recibir alimentos también a ellos. Por más que nos duela reconocerlo, son más los solicitantes de ayuda que los recursos disponibles.
Hace unos días, Amelia Gentleman escribía un artículo en The Guardian sobre los centros de distribución de alimentos que están proliferando en el Reino Unido (http://t.co/bOg56Fh5). Su planteamiento es si estos centros son realmente la solución para el número creciente de personas desatendidas por el Estado. Alguno podría argumentar que, en definitiva, lo que importa es el resultado final, es decir, que hay ayuda en medio de la necesidad. La diferencia puede parecer sutil, pero importante, especialmente en la percepción y ánimo de los ayudados. Más y más ciudadanos reciben caridad en vez de apoyo del Estado, situación que no tiene visos de mejorar, en un tiempo de drásticos recortes en la atención pública a los más desfavorecidos de nuestra sociedad. Los receptores de esas bolsas con alimentos viven en muchos casos la experiencia con angustia, como algo penoso, humillante, que afecta su autoestima. Desearían poder trabajar, o, en su defecto, poder recibir la atención pública que ahora se reduce o desaparece. Sentirse ciudadanos y no desamparados.
Hay poco que reprochar a los bancos de alimento y centros de distribución que han surgido en los últimos años. La sociedad reacciona solidariamente hacia sus vecinos necesitados. Sin embargo, ¿cuánto tiempo podremos mantener este enmascaramiento? ¿Cuánto tiempo aguantaremos sin afrontar el verdadero problema que experimente nuestra sociedad? ¿Cuánto dinero más será destinado a paliar la crisis de las entidades financieras, muchas de ellas arruinadas por su propia mala gestión y dedicación a la peor de las usuras? Nos quieren convencer, los mismos que han avalado y permitido la grave situación económica en la que nos encontramos (los políticos de todo signo y color), de que la solución está en dar más dinero al que lo perdió (entiéndase, los bancos, no los ciudadanos de a pie, claro). No se depuran responsabilidades, ni se reflexiona sobre el modelo. La cuestión es mantenerse los que están, a costa del sufrimiento de los ciudadanos, que pagaremos esa recuperación de la banca, con más impuestos, despidos, y recortes sociales inmisericordes. En esto desemboca, finalmente, el estado de bienestar.
Si, en medio de todo esto, la iglesia cristiana se muestra cada vez más activa en la atención social de los necesitados materiales, no debemos confundirnos y sentirnos satisfechos, sin más, por nuestra loable (que lo es) caridad cristiana. Se trata sencillamente de un mundo que cada vez está peor, y eso la gente lo sabe bien. Por ello, a mayor caridad cristiana, menos esperanza de una solución real y duradera de los problemas y necesidades en nuestra sociedad. Por tanto, démosle nosotros de comer, pero luchemos también por la transformación social, por la justicia y la esperanza. Esto es necesario hacer, sin dejar de hacer lo otro.

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